jueves, 9 de junio de 2011

Un cuento publicado en Letralia

Una visita

Nunca olvidaré su llegada, no lo esperaba, hacía tres años que había desaparecido. Y de repente se quedó a vivir con nosotros, tal vez con la intención de apoderarse de la casa. Y digo tal vez porque murió inesperadamente. Llegué de un viaje corto acompañado de mi mujer; fui a ver a mis padres, pura visita, no más. Mi esposa fue la primera en reconocerlo: estaba sentado en las raíces del árbol que sobresalían de la tierra, junto a la entrada de la puerta; su cabello desparpajado cubría parte de su frente y su ropa se veía deslavada; su mirada fija, verdosa clara, parecía traspasar a mi esposa y a las maletas que llevábamos en las manos. La lluvia, que comenzaba lenta pero con fuerza al caer, hizo que Sandaroreira, mi mujer, se apiadara del ex..., dueño de la casa todavía. Para no parecer descortés le tendí una mano al igual que ella para levantarlo. Mientras Sandaroreira lo invitaba a pasar; traté de disimular una sonrisa para hacer el momento ameno. Por mi parte tardé en reconocerlo, ya no era el tipo gordo y sonriente.
El tipo, antes regordete, se pasó a la casa todo orondo, feliz, sintiéndose el dueño, pues yo no había terminado de pagarle desde hace tres años y no porque no quisiera liquidar la deuda; él simplemente un día desapareció.
Sandaroreira desde aquella tarde, desde hace tres meses, le asignó un cuarto de la esquina de la casa: húmedo y frío que no usamos nunca por los inconvenientes para mi salud. Sin embargo él pareció sentirse contento con la lejanía que había con los otros cuartos y el silencio, ya que podía dormir durante todo el día.
Mi vida, nuestra vida de familia, se convirtió en un infierno desde la segunda noche. El ruido que hacía en su habitación mantenía a todos despiertos durante varias horas y hasta la pobre Dolores (la muchacha que junto con su pequeña se refugió en el cuarto de los niños) tenía pánico por los alaridos lastimeros que daba el ex..., dueño todavía de la casa.
Por las mañanas todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba muy temprano para hacer un poco de ejercicio antes de tomar un desayuno ligero para después dedicarme a la creación de mis pinturas. Mientras Sandaroreira vestía a los pequeños que ya estaban despiertos y la muchacha se iba al supermercado de compras.
La casa que había adquirido hace tres años era grande, tenía un jardín amplio con una fuente en el centro. Por las tardes mientras la familia veía televisión o se divertía, yo me iba a leer o a escuchar música. Sin embargo no podía dejar de mirar de vez en cuando hacia la puerta de madera negra donde estaba el ex..., dueño de la casa todavía. No podía confiarme del todo, aunque pasaba todo el día durmiendo. Hubo veces que desde donde estaba oyendo música lo veía de pronto dirigiéndose a la cocina para..., después regresar a su cuarto con una bolsa roja que siempre cargaba. Una tarde, la única, hice el intento de hablar con el ex..., dueño todavía de la casa, pero bajó la mirada, me rehuyó y dio media vuelta. Fue la única vez que traté de hablarle del pago, que ya no hiciera ruido por las noches.
A través de los días nos dimos cuenta de que hacía una comida al día, cuando se levantaba al anochecer. Y el ruido noche tras noche se fue haciendo más insoportable cada noche: gritaba, aullaba, aventaba cosas, arrastraba los muebles.
Llegó un momento en que ya no pude pintar más por el cansancio de no poder dormir bien. Mandé a Sandaroreira, a los niños y a Dolores a la casa de mis padres por un mes para que descansaran de él. No sé si el ex..., dueño de la casa todavía, se enteró de la partida del resto de la familia, pero esa tarde apareció sonriente ante mi cuarto de lectura; no dijo una sola palabra como era su costumbre, mientras miraba con cierto placer toda la casa desde el jardín. Además, increíblemente, se quedó en una silla y dormido en el patio. Mientras lo observaba me daba valor para enfrentarlo, para pedirle que se fuera, para darle el dinero que le debía, para... Cuando me acerqué a la silla vi que respiraba con mucha dificultad, que tenía la boca bien abierta para jalar aire; lo miré detenidamente y fue cuando recordé la historia del niño asmático que dormido, me contaron, murió asfixiado por un dulce que se le atoró en la garganta. Y de repente tuve la idea de que era asmático o estaba muy enfermo de los bronquios; regresé al cuarto de lectura donde tenía unos dulces, tomé uno duro, azucarado, entre los dedos sentía la consistencia. Me acerqué a la silla y miré de nuevo como jalaba el aire por medio de la boca y en cuanto vi su aspiración profunda tratando de tragar aire, lancé con fuerza y buen tino el dulce. Abrió los ojos, se llevó las manos a la garganta y la desesperación se dibujó en su rostro.
Semanas después recibí a toda la familia con la noticia de la muerte desconcertante del ex dueño de la casa.

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