sábado, 4 de junio de 2011

Un cuento publicado en la revista Siempre

El lugar de todos los deseos, un cuento de Jaime Luis Albores Téllez

En:creacion y letras Fecha:29 abril, 2011
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El lugar de todos los deseos
Jaime Luis Albores Téllez (*)
La mujer iba caminando con pasos lentos y pesados, como si sus zapatillas fueran de plomo y tuviera que arrastrarlas. En su rostro había un gesto: que fingía una sonrisa, que dibujaba cierta  aceptación de su vida o más bien un gesto de no me queda de otra en esta vida. De su vida de casada, de su trabajo secretarial: ruidoso en el periódico por las prensas, los linotipos y los teléfonos sonando uno tras  otro. Su andar notaba cansancio causado por la rutina. Ya cerca de su casa, se detuvo. Leyó como siempre el letrero luminoso “Mis piernas son las tuyas, andemos juntos” que sobresalía de los edificios color ladrillo y que también miraba desde la ventana de su sala. También recordaba, como siempre, que una vez vio entrar a su marido a ese lugar del letrero luminoso, donde las mujeres bailan sobre una mesa enseñando las piernas, para después verlo salir con una de ellas. La mujer se encogió de hombros mientras veía el letrero luminoso y siguió su camino con desgano…
-Ya no aguanto más. El letrero luminoso y el ruido de la música. Nos vamos a volver locos. Mírame, mujer, no puedo ni moverme del sillón, tantas noches sin dormir me está matando –le repetía, todas las noches su marido.
-Para decirme eso no necesitas gritar –le contestaba. Los colores de los focos cambiaban de color las paredes de la sala que permanecía en penumbra.
- ¡Y ni siquiera  oyes lo que te digo!  -decía furioso.
-Sí te escucho, pero bien sabes que no tengo tiempo para dedicarme a buscar otro lugar. Otro sitio donde estarás encerrado, inmóvil, y que tú te encargarás de arruinar con tus gritos, con tu desesperanza por…, con tu…
-Si yo viniera sólo a dormir como tú, tampoco me importaría, pero soy el que sufre este encierro y el no poder dormir bien.
¿Y qué otra cosa podría hacer él sino estar acostado en el sillón? Esperando que ella le sirva a su inmovilidad, a su inutilidad para hacer algo. Sentía horror de llegar a aquella casa, de ver a su marido gordo, demacrado, sucio, barbudo y oliendo a cigarro. A veces hasta con ternura se le quedaba viendo, en silencio, sin pensar, vacía, como se mira el lugar de un ser querido, amado, que murió muchos años atrás.
-Ten paciencia, puede ser que también me quede sin trabajo y entonces buscaré otro lugar donde vivir.
-Deja las bromas para otro momento. Y ten piedad, me puedo volver loco, estoy fastidiado de vivir a oscuras, sin moverme y el cansancio de  dormir en una sola postura. Te pido por lo que más quieras… vámonos de aquí, mañana no vayas a trabajar, sólo será por un solo día, busca otro departamento…
-No te das cuenta de todo el tiempo que paso en el trabajo, que descanso poco y…
-¡Busca otro lugar, prométemelo!
Y aquel hombre era el pulcro, soñador, el mago, qué más decir: el que todo podía; para el que no había imposibles; el que todo lo arreglaba mágicamente; con su vestuario: trajes perfumados y zapatos lustrosos; él, que iba a esperarla todas las noches a la salida del periódico; él, que la miraba a los ojos y se detenía en cualquier esquina para comprar una flor, un dulce o para invitarla a un café, a un cine… El tiempo pasó y la boda llegó y seis meses después él se estaba acostando con una de las “Mis piernas son las tuyas, andemos juntos”. Y en una de esas tantas noches lo atropellaron; ella nunca supo quién fue, ni él tampoco, pues estaba muy borracho. Una voz temblorosa le habló para decirle que él estaba en el hospital, y sospechó que fue la bailarina de “Mis piernas son tus piernas…” Cuando llegó a verlo, un médico le informó que él tenía problemas en la cadera y no volvería a caminar… Y mientras -escuchaba la noticia- una enfermera gorda, en silencio, le entregó en sus manos las pertenencias de él. Y un mes después sentía horror llegar a aquella casa y escuchar los gritos en forma de reproche y odio.
La mujer suspiró tristemente y se detuvo de nuevo –una cuadra antes de llegar a su casa- frente a un anuncio que tenía un lago dibujado. Leyó detenidamente el anuncio y se dio cuenta que aquel lugar no estaba lejos. Abordó un autobús y al cabo de unos treinta minutos vio el lago y sonrió; mientras el camión rodeaba el lago iluminado por enormes focos que colgaban de postes y árboles, sintió nostalgia por el lago, más bien deseó ser lago… El autobús frenó bruscamente y el chofer gritó hasta aquí llegamos… Ella miraba el lago y pensaba: “Vivir rodeada de árboles, aves y gente que pasa de paseo, entre risas y silencios, ser el lago, siempre en el mismo lugar, sin prisas, descansando, sin moverse más, viendo los crepúsculos”; y el chofer esperando que descendiera, hablándole, esperando impacientemente… Y ella con su mente en el lago sin importarle nada, sin oír al chofer cansado…, descansando del ruido de su trabajo, de los gritos de su marido, de la prisa, y hablando mentalmente: “tendría silencio y paz para soñar, para volver a creer en Dios, para escuchar las palabras…” -Hasta aquí llegamos, voy a hablarle a un policía-… Y ella en sus pensamientos: “sentir un leve movimiento constante por el aire, el viaje lento de las lanchas con sus enamorados dentro, en las noches tener a la luna mirándome, quedarme desnuda para siempre, tener a la lluvia y hacerla mía. ¡Ser un lago sin tiempo!”. Hasta aquí llegamos, policía, policía –decía a voz en cuello el chofer, impaciente. Al escuchar los gritos la mujer se estremeció y hasta le faltó el aire. Lo miró  por primera vez, se levantó del asiento y bajó del camión corriendo hacia el lago con la idea fija de sumergirse en él, de convertirse en el lago.
(*) Jaime Luis Albores Téllez (Tlaxcala, 1964), escritor, musicólogo y periodista.
Cuando llegó a verlo, un médico le informó que él tenía problemas en la cadera y no volvería a caminar…

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