sábado, 11 de febrero de 2012

Virginia Woolf: Hitler acabó con su vida, la depresión la mató.

Diario incesante de Virginia Woolf

Virginia Woolf (1882-1941), en los años treinta. / THE GRANGER COLLECTION (AGE FOTOSTOCK)
A Virginia Woolf le gustaba fumar puros, jugar a los bolos y escribir a máquina. Era feminista y era pacifista, y una vez que le ofrecieron un doctorado honoris causa lo rechazó con tajante elegancia. Comparaba la felicidad de escribir impulsada por el entusiasmo de la inspiración y la perseverancia del trabajo con el ronquido de un Rolls Royce lanzado a cien kilómetros por hora; con la fuerza de las hélices de un avión. Un día estaba escribiendo en su diario y al levantar la cabeza vio por la ventana de su casa de campo un zepelín que navegaba silenciosamente en la noche, con una guirnalda de luces en la barquilla; paseando por el campo con su marido, Leonard Woolf, una mañana de primavera, vio en un prado, entre ovejas y vacas, un aeroplano de fuselaje plateado y alas azules.
Cuando la abatía la negrura de la depresión podía pasarse semanas encerrada en su dormitorio, mirando al techo, deseando morir; pero muchas más veces disfrutaba golosamente de la vida, del amor conyugal y tal vez del amor de aquella mujer a la que estaba tan unida, Vita Sackville-West, de la cercanía de sus amigos, de los paseos entre las multitudes de Londres o las caminatas solitarias por el campo; de verlo todo y apreciarlo todo; y sobre todo de la literatura, de escribir y leer, de recibir la intuición, la primera imagen de una novela y dejarse llevar por ella hasta encontrar su forma; y de escribir en su diario sobre la felicidad y la obsesión y la incertidumbre de escribir y sobre cualquier cosa que se le pasara por la imaginación y sobre cada impresión que le alertara los sentidos, sobre una visita a Thomas Hardy o un encuentro a la orilla del Támesis con George Bernard Shaw o sobre un perro que la miraba mientras trabajaba o sobre aquel aeroplano que ella y Leonard vieron un día brillando al sol en medio del campo como una prodigiosa libélula.
En ella hay un ansia peculiar, una inmediatez física, y además un coraje personal que los escritores varones no necesitan
Escribía el diario en volúmenes de páginas en blanco encuadernados por su marido en la editorial que habían fundado los dos, la Hogarth Press. Cada año empezaba un tomo distinto. Había llenado veintisiete cuando se quitó la vida el 28 de marzo de 1941, internándose en un río con los bolsillos llenos de piedras para que su cuerpo no flotara. En los últimos tiempos sus anotaciones se habían ido haciendo más secas, mucho más cortas. El miedo a la locura se correspondía con el colapso del mundo. Hitler se había apoderado de Europa entera y cada noche las bombas de la aviación alemana asolaban uno tras otro los barrios de Londres. La casa en la que Leonard y ella vivían estaba en ruinas. Virginia Woolf volvía a Londres desde su refugio en el campo y encontraba reducidas a escombros las calles que hasta hacía muy poco tiempo fueron los lugares usuales por los que se movía. Leonard era judío: si como era probable los alemanes invadían Inglaterra Virginia y él se matarían juntos.
Quiere lograr una forma fluida y abierta que contenga la vida sin falsificarla. Quiere la eliminación de los premioso o lo superfluo
Un síntoma de la depresión es que la realidad exterior parece confirmar las impresiones más sombrías de quien sufre su influjo. En los últimos años, según los síntomas de la guerra inminente se hacían más visibles, según caían Checoslovaquia y Austria y se hundía la República española, Virginia Woolf había sentido cada vez con más frecuencia la mordedura del trastorno mental, y cada vez le era menos útil el remedio que siempre le había ayudado a salvarse de él: el trabajo, la escritura constante, la entrega a aquella adicción que un amigo suyo comparaba con la adicción al opio. Su prosa es una tentativa constante de crear un estilo que fluyera como el curso del tiempo, que atrapara la fugacidad y la velocidad de las cosas, la simultaneidad armónica de las palabras, los estados de conciencia, las sensaciones, los sentimientos: pero ese estilo tiene en el fondo la urgencia de una huida, la falta de sosiego de alguien que sabe que si baja la guardia o se queda inmóvil será atrapado por la bestia oscura que le viene a la zaga.
En esa pulsación rítmica y entrecortada de la escritura Virginia Woolf no se parece a nadie. Aprendió de Proust la ambición de atrapar como un flujo de ondas y partículas la textura del tiempo, la simultaneidad del presente y de la memoria; y aunque Joyce le provocaba mucho recelo y bastante desagrado aprendió de Ulises la manera en la que la conciencia observadora, la yuxtaposición de las perspectivas y el caos visual y sonoro de la ciudad moderna pueden entretejerse casi musicalmente en un solo relato. Pero en ella hay un ansia peculiar, una inmediatez física, y además un coraje personal que los escritores varones no necesitaban. No imaginamos a Joyce ni a Proust confesando tan abiertamente las propias debilidades en un diario; reconociendo que los hieren y los humillan las críticas negativas y que no son insensibles a ningún elogio; llevando la cuenta de los ejemplares vendidos de una novela. Virginia Woolf tenía miedo de no ser tomada en serio y anotaba siempre con incredulidad las señales del éxito. Se reprochaba a sí misma el daño que le hacía una reseña cruel y vencía el pudor para copiar palabra por palabra el elogio que le había hecho alguien.
No descansaba nunca. Lo que más asombra del diario es su laboriosidad incesante. Anota con alivio el final de la primera escritura de una novela y a continuación la pasa a máquina y la corrige y se la da a leer a Leonard, la presencia benéfica que apuntala su vida. Al empezar a escribir se había dejado llevar por su propio entusiasmo, por la embriaguez de inventar y escribir: apenas publicado el libro ya se aleja de él y no es capaz de recordarlo sin remordimiento. Quiere lograr una forma fluida y abierta que contenga la vida sin falsificarla. Quiere el despojamiento de la poesía y la eliminación de lo premioso o lo superfluo. Aspira a que la novela terminada conserve la libertad de un borrador. Cada libro empieza siendo una promesa y termina parcialmente en una claudicación. Así que en seguida hay que empezar otro, no porque ella se lo proponga, sino porque surge una imagen, un hilo que habrá que seguir, y porque la inactividad desemboca rápidamente en abatimiento.
De modo que no hay más remedio que escribir siempre. Cada año empieza con un tomo encuadernado y en blanco y concluye con él lleno hasta el final de escritura. El de 1941 queda inconcluso, más de la tercera parte de las hojas en blanco. Años después, Leonard Woolf repasa los 27 cuadernos y va extrayendo de ellos los pasajes relacionados con el oficio de la literatura. Uno de los mejores libros de Virginia Woolf ha llegado a existir cuando ella ya estaba muerta. Leonard Woolf, tan atento en la muerte como en la vida, lo tituló A Writer’s Diary. No conozco otro testimonio mejor sobre la felicidad y la incertidumbre de escribir. No hay confesión de un escritor en la que haya tanta verdad como en este diario de Virginia Woolf.
antoniomuñozmolina.es

El FBI y Unabomber "neoludita" Tecnofobia disidentes de la tecnología.

Rabia desde la máquina

Por: | 11 de febrero de 2012
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Jaron Lanier, autor del ensayo Contra el rebaño digital, editado en España por Debate.
por IVÁN DE LA NUEZ
Aunque dos terceras partes del planeta no están conectadas a Internet, la época contemporánea ya se ha establecido como la “era digital” y su panteón ha consagrado a un Dios (Steve Jobs), ha coronado un rey (Bill Gates) y condenado a un demonio (Kim Dotcom). Ese tercio que viaja por las redes se ha bastado para definir este tiempo que identifica, cada vez más, lo real con lo virtual, el tiempo con la velocidad de conexión, el espacio con el ancho de banda, el horizonte con la pantalla…
Por esos cables se desliza asimismo una ética (Pekka Himanen la llama “nética”), que hoy marca la moral productiva del capitalismo así como los conflictos generados por el vértigo de su apoteosis conectiva. Con el desplazamiento del PC al teléfono (bajo cualquiera de sus formas), nos vamos convirtiendo en un ciborg cotidiano para quien el archivo se ha transparentado, las puertas del laboratorio se han dinamitado, los medios de comunicación se han multiplicado, las fronteras entre lo privado y lo público se han derribado. ¿Qué decir, entonces, de lo que hasta hace poco compartíamos como sociedad y como arte, como literatura o política?
Con estos truenos, no puede resultar extraño el crecimiento paulatino de una tendencia a la desconexión, o al desenchufe radical de nuestra cableada experiencia. Una sintomatología que podemos percibir en el sueño de regresar a cierta escala táctil o a la magnitud artesanal de los oficios (como ha evocado Richard Sennett). En la nostalgia por el slow food y en la añoranza de la hemeroteca. En la reivindicación del vinilo o en el réquiem por el papel.
LudditesBajo estas actitudes subyace, de muchas maneras, un nuevo tipo de ludismo. Una ira —más o menos enfática— que quizá tuviera su momento seminal en un día de 1978; cuando el FBI clasificó a Unabomber como “neoludita”. Leído —cómo no, por Internet— el manifiesto contra la sociedad industrial que sostenía a sus acciones, podemos constatar, sin embargo, que el prefijo “neo” era exagerado; y que el terrorista se comportaba más bien como un ludita convencional, atrapado en su particular Rage Against The Machine.
Pero el ludismo contemporáneo es algo más complejo y en ningún caso debe reducirse a la tecnofobia. (No tratamos con un escuadrón de cascarrabias que optan por regalarse una jornada, unplugged, de vida “natural”). Es más, buena parte de los nuevos luditas son disidentes de la tecnología (el caso sintomático de Jaron Lanier), cuya comprensión de la “máquina” no está dirigida contra los artefactos sino contra el sistema que los aloja. Plantados entre las nuevas tecnologías y su anacrónica legalidad, encontramos lo mismo a autoproclamados “luditas sexuales” (cuyo objetivo no es otro que “dar rienda suelta a las pasiones inmorales”, en la cotidianidad y en las intimidades), que a esos crackers ultratecnológicos capaces de desmantelar cualquier sistema (desde archivos militares hasta webs de celebrities). A ecologistas y a movimientos antisistema. A las teorías del colectivo Tiqqun sobre el presente de la Guerra Civil y a las performances de Eric Cantona contra la omnipresencia de los bancos. No conviene olvidar, en ningún momento, el ludismo “estatal” de los Gobiernos opuestos a Internet.
LuditasabotageEn la blogosfera, por la parte que le toca, el anónimo ataca a la autoría, el hacker  al sistema mismo del blog, el troll al sentido…
Desde Kafka, Musil o Deleuze, sabemos que las máquinas no son sólo los ferrocarriles y los ordenadores, los tanques de guerra y las catapultas: lo maquínico se inserta en nuestros cuerpos y comportamientos. Vistos los apéndices de nuestra vida interconectada, no cabe duda de que esa convicción está a punto de alcanzar su apoteosis. Y que las batallas de los luditas actuales tendrán, cada vez más, la forma de una contienda fisiológica, casi “natural”.
Acaso el nuevo ludismo represente la militancia de una sociedad líquida (descrita por Bauman) contra un poder sólido. Y si desde Karl Marx hasta Marshall Berman, “todo lo sólido se desvanecía en el aire”, hoy podemos decir que todo lo sólido parece disolverse en la Red. Incluidos nosotros mismos; expuestos como estamos a cerrar el círculo suicida que caracteriza también, no lo olvidemos, a cualquier ludismo que se precie.
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Artículo publicado en Babelia, suplemento cultural de EL PAÍS, el sábado 11 de febrero de 2012.
IVÁN DE LA NUEZ (La Habana, 1964), crítico de arte y escritor, es autor, entre otros títulos, de Inundaciones. Del Muro a Guantánamo: Invasiones artísticas en las fronteras políticas 1989-2009 (Debate) y El mapa de sal (Periférica). www.ivandelanuez.org.