lunes, 7 de febrero de 2011

Refugio de Montaña


Sólo recordaba algo impreciso del día de hoy por la mañana y su mente había olvidado lo de los días anteriores. Y cada vez sentía más frío, frío… Llevaba horas en la oscuridad y el elevador detenido, no subía más, meciéndose en el viento frío. No veía nada. Ella escuchaba el movimiento de unas alas y gritos de personas, que golpeaban el aire, acompañados de graznidos. Y así permaneció Sandaroreira: totalmente ciega y adormilada por el cansancio, hasta que un relámpago, seguido de muchos otros, iluminó las ventanas transparentes del elevador. Fue cuando pudo ver el destino, su destino: caminar de un puente a otro hasta llegar a la construcción donde los elevadores bajaban hacia el refugio de la montaña. Sintió un escalofrío que recorrió de los pies a la cabeza y de nuevo todo a oscuras. Recordaba lo más inmediato, cuando los relámpagos iluminaron las ventanas del elevador, que vio gente lanzándose al vacío. Y se dio cuenta de sus piernas rígidas; quería sentarse, cerrar los ojos, olvidar el momento eterno que estaba pasando. No pudo hacerlo por su rigidez y lo estrecho del elevador sólo le permitía mover los pies como el segundero de un reloj que camina en un círculo perfecto. Ese era todo el movimiento que podía hacer Sandaroreira. Y mientras giraba despacio para sentir su cuerpo y descansar de una sola postura o simplemente para sentirse viva; su mente empezó a recordar aquellos rostros, formados antes de subir al elevador, que gritaban su infinita soledad a través de sus ojos evasivos a la mirada de los otros.
El viento crecía como un monstruo criminal igual que Gilles de Rais o la condesa de Bathory moviendo unas aspas que herían al mismo viento y Sandaroreira cada vez más rígida en el elevador escuchaba el sonido rítmico, monótono, de las aspas que con su voz marcada, en un mismo tiempo, la calmaba de esas ansias de gritar que sentía por momentos. Aparecieron de nuevo los relámpagos, una serie que iluminaba las ventanas del elevador, vio las aspas gigantes, a gente formada que se aventaba al vacío, ramas de árboles casi sin hojas, aves y ningún puente que la llevara al refugio de la montaña. Entonces todo le pareció una pesadilla de la que quería despertar.
Hace unas horas que no habla, que no se escucha así misma (como dice ella, cuando piensa en voz alta.) Sólo su mente lleva la función de pensar: recordó y es lo único que recuerda  del día: que antes de irse al refugio de la montaña, muy temprano, unas voces: murmullos lejanos que en el silencio parecían secretos, la despertaron. Se asomó por la ventana que daba a la calle y vio a todos con su maleta negra, eran hombres, mujeres con niños temblando de frío y más allá una neblina donde se perdían todos los cuerpos temblorosos. Después miró hacia la puerta y allí estaba su maleta negra llena de ropa. Una maleta negra que le habían dado los del refugio de la montaña para identificarla. Todas las personas que llevaban esa maleta negra eran identificadas como “los de la nieve cósmica”: una enfermedad causada por mutación genética en donde la alteración de un cromosoma de padres a hijos produce paralización de todas las funciones orgánicas por consecuencia de estrechamiento arterial provocado por un descenso en la temperatura sanguínea.
El tiempo sigue pasando y el elevador se sacude de un lado a otro en la oscuridad, sin embargo Sandaroreira ya es una escultura modelada por la muerte, sólo sus ojos tenían un poco de movimiento y vio por última vez aquel paisaje tétrico iluminado por los relámpagos que caían en el refugio de la montaña al que nunca llegaría.    

El Lugar de todos los deseos


                                       
         
                                

La mujer iba caminando con pasos lentos y pesados, como si sus zapatillas fueran de plomo y tuviera que arrastrarlas. En su rostro había un gesto: que fingía una  sonrisa, que dibujaba  cierta  aceptación de su vida o más bien un gesto de no me queda de otra en esta vida.  De su vida de casada, de su trabajo ruidoso en el periódico por las prensas, los linotipos y los teléfonos sonando uno tras  otro. Su andar notaba cansancio causado por la rutina. Se detuvo. Leyó como siempre el letrero luminoso “Mis piernas son las tuyas, andemos juntos” que sobresalía de los edificios color ladrillo y que también miraba desde la ventana de su recámara. También recordaba, como siempre, que una vez vio entrar a su marido a ese lugar del letrero luminoso, donde las mujeres bailan sobre una mesa enseñando las piernas, para después verlo salir con una de ellas. La mujer se encogió de hombros mientras veía el letrero luminoso y siguió su camino con desgano…
    --Ya no aguanto más. El letrero luminoso y el ruido de la música. Nos vamos a volver locos. Mírame, mujer, no puedo ni moverme del sillón, tantas noches sin dormir me está matando –le repetía todas las noches su marido.
    --Para decirme eso no necesitas gritar –le contestaba. Los colores de los focos cambiaban de color las paredes de la sala que permanecía en penumbra.
    --Y ni siquiera me oyes lo que te digo  --decía furioso.
    --Sí te escucho, pero bien sabes que no tengo tiempo para dedicarme a buscar otro lugar. Otro sitio que tú te encargarás de arruinar con tus gritos, con tu desesperanza por no encontrar trabajo, con tu…
    --Si yo viniera sólo a dormir como tú, tampoco me importaría, pero soy el que sufre este encierro y el no poder dormir bien.

    ¿Y qué otra cosa podría hacer él sino estar acostado en el sillón? Esperando que ella le sirva a su comodidad, a su inutilidad para hacer algo. Sentía horror de llegar a aquella casa, de ver a su marido gordo, demacrado, sucio, barbudo y oliendo a cigarro. A veces se le quedaba viendo hasta con ternura, en silencio, como se mira el lugar vacío de un ser querido, amado, que murió muchos años atrás. 
     --Ten paciencia, dentro de unos meses tendré un tiempo libre y buscaré otro lugar donde vivir.
    --Y mientras, volviéndome loco, a oscuras, sin moverme y el cansancio de no dormir. Te pido por lo que más quieras busca otro departamento, ten un poquito de iniciativa después de trabajar.
    --No te das cuenta de mi cansancio, que descanso poco y…
    --¡Busca otro lugar, pronto!
         Y aquel hombre era el pulcro, soñador, el mago, que más decir: el que todo podía; para el que no había imposibles; el que todo lo arreglaba mágicamente; con su vestuario: trajes perfumados y zapatos lustrosos; él, que iba a esperarla todas las noches a la salida del periódico; él, que la miraba a los ojos y se detenía en cualquier esquina para comprar una flor, un dulce o para invitarla a un café, a un cine… El tiempo pasó y la boda llegó y seis meses después él se estaba acostando con una de las “Mis piernas son las tuyas, andemos juntos”. Y en una de esas tantas noches lo atropellaron; ella nunca supo quién fue, ni él tampoco, pues estaba muy borracho. Una voz temblorosa le habló para decirle que él estaba en el hospital, y sospechó que fue la bailarina de “Mis piernas son tus piernas…” Cuando llegó a verlo, un médico le informó que él tenía problemas en la cadera y no volvería a caminar… Una enfermera gorda, en silencio, le entregó en sus manos las pertenencias de él. Y un mes después sentía horror llegar a aquella casa y escuchar los gritos en forma de reproche y odio.
    La mujer suspiró tristemente y se detuvo frente a un anuncio que tenía un lago dibujado. Leyó detenidamente el anuncio y se dio cuenta que aquel lugar no estaba lejos. Abordó un autobús y al cabo de unos treinta minutos vio el lago y sonrió, mientras el camión rodeaba el lago iluminado por enormes focos que colgaban de postes y árboles, sintió nostalgia por el lago, deseó ser lago… El autobús frenó bruscamente y el chofer gritó hasta aquí llegamos…Vivir rodeada de árboles, aves y gente que pasa de paseo, entre risas y silencios, siempre en el mismo lugar, sin prisas, descansando, sin moverse más, viendo los crepúsculos; y el chofer esperando que descendiera, hablándole, esperando impacientemente… Y ella en el lago sin importarle nada, sin oír al chofer cansado…, descansando del ruido de su trabajo, de los gritos de su marido, de la prisa, tendría silencio y paz para soñar, para volver a creer en Dios, para escuchar palabras… --Hasta aquí llegamos, voy a hablarle a un policía--… sentir un leve movimiento constante por el aire, el viaje lento de las lanchas con sus enamorados dentro, en las noches tener a la luna mirándome, quedarme desnuda para siempre, tener a la lluvia y hacerla mía. ¡Ser un lago sin tiempo! –Hasta aquí llegamos, policía, policía –decía a voz en cuello el chofer. Al escuchar los gritos la mujer se estremeció y hasta le faltó el aire. Miró al chofer por primera vez, se levantó del asiento y bajó del camión corriendo hacia el lago con la idea fija de sumergirse en él, de convertirse en el lago.                 

                                

Albores en las letras: Lo Inesperado

Albores en las letras: Lo Inesperado: " &nbsp..."

Lo Inesperado


                                                                
Sucedió un sábado, como cualquier otro sábado: cuando me levanto tarde, pues es ya costumbre ir todos los viernes con los amigos a un bar y desvelarme. Además los sábados los dedico a la holganza total. En fin, no tengo nada planeado para ese día. Así son todos los sábados. Aquel sábado, hace ocho días, me despertó el timbre del teléfono  al mediodía y al contestar escuché la voz de mi vecino. Me invitaba por la noche a tomar un café para que conociera a la nueva vecina, que, supuestamente, estaba interesada en mí. También él me recriminaba mi ausencia al café por dos semanas. Acepté la invitación por pura curiosidad, ya que a la nueva vecina no la conocía ni de vista.  Y pasé el resto del día oyendo música “new age”, leyendo el periódico y preparando algo para comer.
Llegué al café a la hora indicada, tal vez cinco minutos antes de las nueve. Saludé a la mesera de siempre (flaca y nerviosa) y me sirvió una taza de café, mientras me hablaba rápidamente de los despidos de la compañía de luz y de los apagones, casi diarios, que duraban horas en la colonia.  Y la charla que ella había empezado terminó abruptamente, pues otro comensal (regordete y bigotudo) la llamaba con demasiada insistencia  y eso hizo que me fijara en él y ella corrió a su mesa.  Y recordé que  precisamente por evitar las charlas interminables de la mesera, había dejado de ir al café hace dos semanas.
Mi vecino entró con la nueva vecina que vestía una chamarra verde y que traía un collar de madera de colores que sobresalía entre su chamarra.  Y en el momento que se sentaba a la mesa se fue la luz. Por suerte había luna llena y alumbraba el lugar.  Mi vecino nos presentó, me guiñó un ojo y se retiró argumentando que tenía un imprevisto en su casa y que si no lo veía podría inundarse. Me reí por su ocurrencia y quedamos en silencio, a oscuras, no sé cuánto tiempo, ella y yo. Sé que escribes, quiero que escribas sobre mi muerte –dijo, de repente. Enseguida sacó de su bolsa una botellita y se la bebió. Cayó al piso. Asustado grité a la mesera que viniera. Y recibí como respuesta, a gritos desde la cocina: “¡no encuentro las velas, mi marido las cambió de lugar; como los demás ponga el dinero del café sobre la mesa,  así lo acordamos desde que empezaron los apagones, después lo recojo!”  Miré  alrededor y no había nadie. Como siempre era el último en irme del restaurante. Pensé que, tal vez, los dos o tres comensales de siempre no se habían fijado en ella, en su llegada a mi mesa, pues se había ido la luz casi a su llegada. Y por miedo a que me involucraran de alguna forma con su muerte: la levanté y la llevé al lugar donde se había sentado el tipo (gordo bigotón) que había llamado a la mesera con gran insistencia y ahí la dejé sentada e inclinada sobre la mesa, como si durmiera.  De regreso a la casa  encontré a mi vecino exprimiendo un trapo; le comenté que ella se había ido del café pretextando cierta preocupación por el incidente de la inundación que él tenía en su casa.  Él, incrédulo y con una sonrisa desdibujada, sólo atinó a decir: ya sabes, así son algunas mujeres y eso que tú le interesas mucho.
Al otro día vi en las noticias, en la televisión, la foto del comensal (gordo, bigotón) que  había llamado con insistencia a la mesera. El reportero lo acusaba de envenenar a una chica que llevaba un gran collar de colores. Y  decía que ya están en su búsqueda porque encontraron una agenda con direcciones tirada bajo la mesa donde estaba la mujer muerta.  Y un sábado después, por la tarde, vi la puerta del departamento de mi vecino abierta, me asomé y vi que ya no había nada, ni un solo mueble, me imaginé que mi vecino se había marchado sin despedirse de nadie, tal vez tuvo miedo, como yo,  que lo involucraran con la muerte de ella.