miércoles, 28 de diciembre de 2011

Antes de morir: entrevista: ¿Quieres fotografiarme desnuda, verdad?

¿Quieres fotografiarme desnuda, verdad?

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¿Quieres fotografiarme desnuda, verdad?

Quizá no fue el primero en fotografiarla, pero ciertamente fue el último. En julio de 1962, el joven fotógrafo Bert Stern tuvo tres sesiones con ella, en las cuales logró capturar a una inusualmente relajada, juguetona, cercana y directa Marilyn Monroe. Pocas semanas después, ella moriría. Lo que empezó como un homenaje de ocho páginas en Vogue se convirtió en un obituario, que entró a la historia de la fotografía como Marilyn’s Last Sitting (La última sesión de Marilyn), cuyas más de 2 mil 500 imágenes acaba de publicar la editorial Taschen con ese título.
Fotografías: Bert Stern/Cortesía de Taschen
Por Hans-Michael Koetzle*
Sus primeras palabras, luego de conocerla, fueron cortas y simples: “Eres preciosa”. Quizá no fue la manera más original de empezar una plática, pero Bert Stern no parece haber sido alguien de muchas palabras. Además, qué puede decir un hombre que repentinamente se encuentra cara a cara con la mujer cuya presencia en pantalla y sex appeal han provocado que millones de hombres de todo el mundo hayan perdido la razón.
Un verdadero “Stradivarius del sexo”, como la definió Norman Mailer alguna vez.
Como tal, podría muy bien haber sido una mera invención de la industria del cine, una creación de maquillistas, peinadores; de la luz y la dirección. Vistas así las cosas, la entrada de Stern sólo fue la traducción de un mito a la realidad. Además, las palabras fueron honestas y espontáneas, lo cual parece haberla complacido. “¿De verdad?, qué bonitas cosas dices”, respondió Marilyn, lo cual también sonó auténtico: no lo “qué” se dijo, sino el “cómo”.
Ella sabía de sobra que era atractiva. Y también que la manera en que miraba era su capital en un mundo que difícilmente la había tratado con delicadeza.
Después de vivir una niñez de carencias, con unos padres adoptivos que rayaban en el fanatismo, se embarcó en tres matrimonios fallidos y sufrió cerca de una docena de abortos. Finalmente, una desafortunada aventura con el Presidente. Marilyn intentó desafiar la omnipotencia de los estudios, y perdió. Sin embargo, consiguió filmar 15 películas, ninguna de las cuales es considerada por los críticos como digna de entrar en los annales de la historia del cine.
Además, ni siquiera le pagaban lo justo por su trabajo, en comparación con lo que recibía Liz Taylor, quien en cierto modo representó lo opuesto a Marilyn a lo largo de su vida.
Por filmar Cleopatra, Liz ganó tanto dinero en una semana como Marilyn por una película entera. Pudo haber sido que para Marilyn una mirada en el espejo compensara todo. Era hermosa y nadie podía privarla de su belleza, sólo el tiempo, el alcohol y las píldoras para dormir, que en esa fase de su vida habían constituido una alianza non-sancta.
Y quizá era cierto que, como lo formuló Clare Booth Luce en el obituario que escribió para la revista Life, el miedo de llegar a ser vieja y fea movía a Marilyn a tomar esa mezcla de Dom Perignon y barbitúricos que, finalmente, la llevó a ese estado de aletargamiento y a un eterno sueño la noche del 4 de agosto de 1962.
O quizá fue, de hecho, asesinada, como todavía muchos murmuran, por órdenes de arriba, desde los más altos niveles, para ocultar algo. La muerte de Marilyn Monroe se mantiene hasta la fecha como uno de los grandes enigmas sin resolver del siglo XX.
Pero estamos aún en julio del 62. Nos encontramos en el Hotel Bel Air, en Los Angeles. No es un mal sitio y probablemente la locación perfecta para realizar una idea que el fotógrafo Bert Stern ni siquiera acaricia en sus más exóticos sueños.
En ese momento, Bert tiene 33 años y es uno de los fotógrafos mejor pagados de Nueva York, lo que es decir del mundo. Desde que ayudó a un vodka llamado Smirnoff a obtener unas sensacionales ganancias a través de una espectacular imagen publicitaria, una proeza nada menor en tiempos dela Guerra Fría, se convirtió en uno de los más buscados fotógrafos.
Además, había firmado un lucrativo contrato con la edición estadunidense de Vogue, entonces y ahora el Olimpo de todos aquellos para los que la cámara es el verdadero medio para dar un toque de cierta durabilidad a la apariencia de belleza.
Stern tenía 18 años cuando vio una naturaleza muerta hecha por Irving Penn, lo que abrió una puerta en su mente. Sin embargo, pudieron no haber sido las naturalezas muertas las que lo inspiraron y finalmente lo condujeron a iniciar una carrera dentro de la fotografía, sino la vida misma, especialmente la de aquellos lugares donde ésta se manifiesta sensual y plena, excitante y rebosante de erotismo.
Un faro en el horizonte
¿Cuál era la más osada de las audaces ideas de Bert? Fotografiar a Marilyn Monroe desnuda. Uno debe situarse mentalmente en los años cincuenta o principios de los sesenta –armado con una buena dosis de fantasía y simpatía— para evaluar en su entera dimensión la temeridad de Stern. Además, a pesar de su prometedora carrera, todavía era un “don nadie” en la fotografía, al menos comparado con Monroe, la superlativa, quien en ese momento podría vanagloriarse de ser el sex symbol más grande de Estados Unidos. Eso, probablemente, podría no hacerle justicia a Marilyn, quien ya se había convertido en un ídolo internacional, una “pin-up” global y el faro en el horizonte de las fantasías masculinas en todo el globo. Era, como decía Norman Mailer, “el ángel dulce del sexo”…
Una larga lista de fotógrafos había hecho el retrato de Marilyn en poses más o menos provocativas. Sus nombres integraban un impresionante grupo: Andre de Dienes, por ejemplo, quien reclamaba el crédito de haber descubierto a Marilyn; o Cecil Beaton, el maestro del glamour en la moda; o Alfred Eisenstaedt, Ernst Haas, Henri Cartier-Bresson; en otras palabras, el círculo más prestigiado de los fotoperiodistas internacionales.
Además, ella ya había modelado para Richard Avedon y Milton Greene. Philippe Halsman, sin dejar de mencionar a Frank Powolny o Leonard McCombe. Le gustaba ser fotografiada. Amaba la presencia de la cámara. Sabía cómo posar. Sin embargo, sólo había sido retratada una sola vez completamente sin ropa.
Eso ocurrió en 1949 y cuando la foto, hecha por Tom Kelley, apareció en un catálogo de 1952, casi terminó con su carrera en Hollywood. Sus películas crujían de erotismo y a ella le agradaba jugar el papel de la chica fácil.
La más memorable escena de La comezón del séptimo año –Marilyn parada en las rejas de ventilación del metro– se convirtió en una de las más famosas en la historia del cine.
Stern tenía exactamente 26 años cuando conoció a Marilyn Monroe. Ese fue el instante en que surgió en él la idea que tomaría forma la tarde de ese día de julio de 1962 en el más hermoso sentido de la palabra.
Después de que Dienes y Beaton, Avedon y Green lo hubieran hecho, ahora, a él, Bert Stern, le permitirían fotografiar a Marilyn Monroe, la misma Marilyn que le había dado alas a sus fantasías desde 1955, y a quien él había “deseado” desde entonces, como él mismo admitió. “La primera vez que la vi –relata– fue en una fiesta del Actors Studio, en New York. Era 1955. Nos habían invitado a un amigo y a mí, y cuando entramos, ahí estaba Marilyn Monroe. Era el centro de atención. Todos los hombres estaban a su alrededor y todas las luces parecían dirigirse hacia ella. ¿O era la luz que ella irradiaba? Podría ser, porque ella brillaba. Tenía esa cabellera rubia y una piel luminosa. Llevaba una resplandeciente funda verde esmeralda que se ajustaba a su cuerpo como si fuera una cubierta de pintura verde recién aplicada. ‘Mira ese vestido’, le comenté a mi amigo. ‘Parece que se lo cosieron al cuerpo’, dijo él. ¿Cómo se lo podría quitar, me preguntaba, con una navaja de rasurar? Apenas la había mirado y de inmediato la idea de desnudarla cruzaba por mi mente”.
El objeto de sus secretas fantasías
Es 1962 y Bert Stern se encuentra cerca de cumplir sus sueños y secretas fantasías. La botella de Dom Perignon 1953 ya ha sido puesta a enfriar y la suite 261 del Bel Air ha sido transformada en un estudio. Las luces, colocadas en su lugar, la grabadora portátil también. Él quería crear, como lo ha dicho, un ambiente de sonidos. En este caso no usó a Sinatra, como hizo Avedon, sino a los Everly Brothers.
La gente de Vogue había conseguido vestidos y accesorios de tela vaporosa, semitransparente. Que los editores hubieran aceptado su propuesta de hacer un retrato de Marylin fue tan sorprendente como el espontáneo “sí” de ella misma. El lujoso trasatlántico de las publicaciones más chics y glamourosas jamás había publicado algo sobre Marilyn, quien, como era sabido, realmente se llamaba Norma Jean Baker, una hija ilegítima difícilmente proveniente de la esfera social a la que Vogue dedicaba su atención y sus páginas.
Pero Marilyn se había convertido un una parte tan integral del american dream que incluso Vogue no pudo seguir ignorándola. La sesión de fotos tenía el propósito de introducirla en los terrenos de Conde Nast. No fue así. Por el contrario, se convirtió en su epitafio.
Se acercaban las siete de la noche y Bert Stern comenzó a inquietarse. Sabía que Marilyn Monroe era notoriamente impuntual, pero para ese momento ya llevaba esperándola cinco horas. “Qué tal que sólo me da muy poco tiempo para la sesión”, empezó a preguntarse.
A lo mejor la Marilyn de sus sueños tenía poco que ver con la Marilyn Monroe de la vida real. Después de todo, el hecho era que ella “estaba en sus treinta y realmente estaba un poco rellenita”, como lo había notado al verla en The Misfits.
Todavía la tarde previa, mientras caminaba solo en los jardines del Bel Air, las más locas de las ideas habían cruzado por la cabeza de Bert Stern, pensamientos que un hombre casado y padre de una pequeña no podía permitirse. “Me estaba preparando para la llegada de Marylin como si fuera su amante”, ha contado Stern. “Pero yo estaba ahí para tomar fotografías, no para tomarla en mis manos, sino para convertirla en tonos, planos, formas y, al final, en una imagen que aparecería impresa en una página”. Stern regresó a la realidad cuando el teléfono repiqueteó: la señorita Monroe había arribado. “Colgué y respiré profundamente”.
Mejor que la “pura sangre” de las películas
Stern bajó al lobby del hotel para recibirla. Para su sorpresa, había ido sola. Sin guardaespaldas, sin gente de prensa; ni siquiera Pat Newcomb, su encargada de relaciones públicas, la había acompañado. “Había adelgazado y la pérdida de peso la había transformado. Estaba mejor que la presuntuosa mujer ‘pura sangre’, de altos vuelos, que había visto en las películas. En sus pantalones verde pálido y su suéter de cachemira, se veía esbelta y delgada, con la suavidad necesaria en el lugar correcto. Usaba un pañuelo, pero no traía una gota de maquillaje. Nada. Y se veía maravillosa. Esperaba, temía en realidad, una elaborada imitación de sí misma. No. Era auténtica”.
En un momento dado, Stern le preguntó si tenía prisa.
–No –contestó–, por qué?
–Pensé que me ibas a dar cinco minutos.
–¿Estás bromeando? –dijo ella, sonriente, enteramente profesional.
–Bueno –preguntó él, cuidadosamente–, ¿cuánto tiempo tenemos?
–¡Todo el que queramos!
Al final, casi fueron 12 horas. Y Bert Stern, el hijo de una familia de clase media de Brooklyn, como él mismo se ha descrito, fue capaz de conseguir lo que buscaba. Todo. Casi todo. A petición suya, Marilyn accede a hacer la sesión sin maquillaje, o apenas con un poquito de delineador y lápiz labial; bajo su dirección, ella se enreda en una boa. Y salen los velos transparentes.
–Quieres fotografiarme desnuda, verdad? –pregunta Marilyn.
–Uh, bueno, eh, sí, sería una buena idea –responde un tartamudeante Stern–. No estarías exactamente desnuda. Tienes un pañuelo.
–Bueno, ¿cuánto podrás ver? –pregunta la actriz.
–Depende de la luz.
–¿Se me verá la cicatriz?
Stern no entiende a qué se refiere y ella le explica entonces que apenas hace seis semanas la operaron de la vesícula. Stern le asegura que no habrá ningún problema para retocar la foto y recuerda lo que Diana Vreeland dijo alguna vez: “…una mujer es bella por sus cicatrices”. Marilyn ya está enteramente en las manos del fotógrafo. “No tuve que decirle qué hacer”, recordaría después Stern. “Casi no hablamos. Nos pusimos a trabajar. Yo había fotografiado a muchísimas mujeres, pero Marilyn era la mejor. Estaba metida en la sesión. La veía, encuadraba, disparaba, clik, click, las luces estroboscópicas se apagaban y prendían como relámpagos en una millonésima de segundo”.
A Vogue le gustaron las fotos. Alexander Liberman, en ese tiempo el todopoderoso director de arte de la revista, dijo que eran “fabulosas”, pero Stern sabía que con Liberman todo era “divino”. En esta ocasión, sin embargo, parecía que hablaba en serio: Vogue desplegó las fotos de Stern en seis páginas.
Aparentemente la revista se dio cuenta de que había algo muy bueno y quería más. Pero, según le dijeron en la revista, necesitaban más blanco y negro. Stern entendió de inmediato: “Eso significaba fotos de moda. Y eso significaba que no querían publicar sólo desnudos. Probablemente, querían fotos con mucho vestuario, querían cubrirla”.
De hecho, hubo dos sesiones más en el Bel Air, a las cuales Vogue envió a su mejor editor, una señal de que, según Stern interpretó, la revista se había tomado en serio este proyecto. Y una vez más los Everly Brothers sonaron en la grabadora portátil, y una vez más los relámpagos de los bulbos del flash avasallaron a una delicada Marilyn, cuyo peso, según determinó el médico forense Thomas Noguchi tres semanas después, era de 52 kilos, describiéndola además como “una mujer bien alimentada de 1.65 de estatura”. Pero en ese momento el enviado de Vogue, ha llevado montañas de elegante vestuario y pieles. Y el Dom Perignon está presente de nuevo mientras Stern hace su trabajo. Casi al final de la sesión, Stern recuerda repentinamente que debe hacer la “foto por la que vine, esa negro y blanco que iba a durar para siempre como la de Greta Garbo hecha por Steichen”. Stern ingresó así a ese espacio “donde todo es silencio, excepto el click de las luces”.
Entonces, todo a la vez, recuerda Bert, Marilyn giró su cabeza, “sonriendo, su brazo levantado, como despidiéndose. Esa era la pose que buscaba, apreté el obturador y ella era mía. Fue la última foto”.
No sólo rayó las fotos
Vogue  se  decidió  al  final  por  las  fotos  negro  y blanco, y para principios de agosto las imágenes elegidas ya habían sido diagramadas y el texto estaba redactado. La edición estaría impresa el 6 de agosto. Stern había enviado a Marilyn un juego de las fotografías, y ella se lo regresó con dos tercios del total de fotos tachadas: “Cruzó unas ‘x’ con marcador en las hojas de contacto. Eso estaba bien”, reflexionó tiempo después. “Pero Marilyn marcó unas ‘x’ con un pasador en los negativos de color que no le gustaron. Los mutiló. Los destruyó”.
Stern estaba muy contrariado, incluso sintió cierto enojo, pero más tarde se dio cuenta de que ella “no sólo había rayado mis fotografías, sino que se había rayado a ella misma”.
Semanas después, almorzaba con unos amigos. Era sábado, 4 de agosto, y la televisión estaba encendida. De repente, se interrumpió la transmisión del programa. “Marilyn Monroe”, anunció el locutor, “se suicidó ayer por la noche”. “No sabía lo que estaba sintiendo. Estaba paralizado, sin habla, aletargado”. Pero, dice, “en cierto modo no estaba sorprendido. Yo había olido que ella estaba en problemas”.
En Vogue pararon la impresión de la revista, programada para el fin de semana, cambiaron los títulos y escribieron otro texto. “Saludos”, como habían titulado la serie de fotos, se modificó a “El último saludo de Marilyn”.
El ensayo cerraba con el retrato en el que ella parecía decir adiós. Era la última imagen de esa gran serie, la última, la que, como lo frasea Stern, nos sigue llamando de la misma manera en que una “mariposa revolotea alrededor de una vela”. ¶

*Escritor y crítico alemán, es autor del Diccionario de
fotógrafos del siglo XX. 
Este texto forma parte
del libro The story behind the Pictures.:

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