sábado, 26 de mayo de 2012

Carlos Fuentes y un desprendimiento experimentado

Las afinidades

El escritor habla de la admiración hacia los literatos y el repentino desprendimiento que a veces ha experimentado

Carlos Fuentes (Panamá, 1928 -México, 2012), fotografiado en 2009 en Formentor. / TOLO RAMÓN
Carlos Fuentes era un escritor caballeroso y cordial al que yo casi nunca leí, o leí algo, hace muchos años, y ya dejé de leer, no por nada, no porque me disgustara su manera de escribir o porque me produjeran rechazo sus posiciones políticas, o porque al verlo de cerca me hubiera parecido hostil o arrogante. Todo lo contrario. Las pocas veces que me encontré con él a lo largo de los años fue amable y generoso conmigo. Cuando yo solo había publicado una o dos novelas y lo conocí una tarde en la rotonda del hotel Palace de Madrid habló conmigo con una cordialidad sin afectación, hasta con un aire como de camaradería que uno agradece mucho a esa edad en la que es tan habitual ser destinatario de gestos de desdén o de condescendencia. Apenas 10 años antes, yo había alimentado apasionadamente mi vocación de novelista leyendo en un cuarto de pensión a los escritores de la quinta mitológica a la que Carlos Fuentes pertenecía. Ahora, en la rotonda de aquel hotel de lujo en el que yo había entrado casi furtivamente para nuestra cita, guiado por un funcionario muy amable de la Embajada de México, Carlos Fuentes conversaba conmigo y mostraba interés por lo que yo escribía.
Pero yo no me sentía muy capaz de poder corresponderle, porque mi relación con su literatura había sido escasa y terminado hacía tiempo. Algunos de sus libros habían estado en mi atropellada biblioteca de los 20 años, junto a los de los otros nombres de su generación o un poco mayores —de Borges, Onetti, Rulfo y Cortázar a Vargas Llosa y Carpentier y García Márquez y Manuel Puig—, pero el tiempo y las mutaciones del gusto me habían alejado por completo de él. Había empezado La muerte de Artemio Cruz y me había cansado al cabo de algunas páginas. Había comprado sus cuentos con la misma pasión descubridora que me llevaba a sus coetáneos, porque leer cuentos latinoamericanos en aquella época era un trastorno formativo para la imaginación, pero de ellos el único que me había gustado de verdad era Aura, que no he releído desde entonces. Hay escritores a los que uno admira mucho durante algún tiempo y de los que luego parece que se desprende, sin propósito, sin esfuerzo, casi sin motivo, probablemente sin justificación. A mí me sucedió eso con Alejo Carpentier, y a partir de un cierto momento con García Márquez. Lo que tanto me había gustado dejó de apetecerme. Los mismos rasgos que me habían seducido en un estilo me lo volvían luego indigesto. No reivindico esos cambios de gusto: pueden ser certeros y pueden ser equivocados; lo importante es que son involuntarios, y que se corresponden con modificaciones profundas en la sensibilidad, y sobre todo que uno ha de tener la dosis de honradez con uno mismo imprescindible para reconocerlos. Sin que uno sepa por qué algunos escritores le gustan y otros no; algunos lo siguen acompañando a lo largo de la vida y otros se le quedan atrás; y algunos los encuentra de pronto y se pregunta por qué motivo, por culpa de qué prejuicio o descuido no los leyó mucho antes.
El problema no es que uno tarde, o que no llegue nunca. El problema verdadero es que uno se mienta a sí mismo, por obedecer a una difusa coacción exterior que se convierte en policía íntimo, más eficaz aún cuando uno no se da cuenta de que está obedeciéndolo. La literatura, si es algo, es el reino de la libertad. Hay una tal variedad de libros admirables y son tan distintos entre sí que cualquiera que busque sin prejuicio y dejándose guiar por su instinto bien adiestrado en muchas lecturas encontrará exactamente aquellos que le corresponden, los que se le parecen, como se nos parecen según Baudelaire esos países en los que nos está esperando la felicidad. A uno le puede gustar Tolstói y a la vez Dostoievski o el uno y no el otro o ninguno de los dos y aun en este caso habrá otro novelista en el que podrá sumergirse como en la misma vida. El mismo libro que no nos llega a una cierta edad se apoderará de nosotros tan solo unos años más tarde. Y si no ese, otro. Hay tantos que el único peligro que no corremos es el de quedarnos sin lectura. Pero el lector, cualquiera de nosotros, desea más o menos inconfesablemente que le guste lo que la atmósfera del momento determina que debe gustar, lo que está en la lista de los diez mejores al final del año, o, igual de arbitrariamente, lo que es tan poco leído que por fuerza ha de ser muy bueno, como si existiera algún tipo de correlación entre la fama o el número de lectores de un libro y su calidad, o su falta de ella. A Franz Kafka no lo leía nadie en su tiempo y era un escritor magnífico; Dickens no era ni es peor porque lo leyera todo el mundo.
En último extremo, las elecciones personales no dependen de la calidad objetiva, tan difícil de establecer inapelablemente en las artes, sino de ciertas afinidades que son más poderosas porque no son del todo conscientes. Qué hace que uno se enamore de una cara y no de otra, y no de ninguna otra. Amar una cara es amar un alma, dice Thomas Mann en La montaña mágica. Y un amor pasional puede acabarse en unas semanas o unos meses, como aseguran el cine y las novelas, o durar una vida entera. A mí García Márquez o Alejo Carpentier me gustaron mucho y luego dejaron de gustarme, pero Borges, Onetti, o Cervantes, o Marcel Proust, o Montaigne, me gustan más cuanto más tiempo pasa y cuanto mayor me hago. Y Malcolm Lowry no me gusta menos por haberlo descubierto después de los cincuenta años. A los veintitantos tuve entre las manos Bajo el volcán y no recuerdo si lo empecé y no seguí leyendo o si lo dejé en una estantería y ya no lo abrí nunca.
No se sabe qué parte de intuición o de capricho hay en estas afinidades viscerales. Son peligrosas porque pueden responder simplemente a la distracción, al prejuicio. Pero uno, como lector, lo que no puede es negar su existencia. Si me paro a pensarlo creo que Carlos Fuentes me daba la impresión de escribir novelas no sobre personajes sino sobre temas de antemano importantes: la Conquista, el Mestizaje, la Identidad colectiva de los mexicanos o los latinoamericanos. Quizás me alejaba de él no una literatura que apenas había leído sino un cierto personaje de escritor: el que adquiere una figura pública tan agigantada que acaba representando o simbolizando un país entero, toda una literatura, un continente; el escritor proconsular o papal, que habla por un micrófono desde una tribuna, no el que escribe a solas en su cuarto y parece que nos está murmurando al oído, Borges urdiendo poemas en voz baja en su penumbra de casi ciego, John Cheever tecleando en una máquina de escribir en un sótano: palabras que nacen de una soledad y parece que llegan sin mediación a otra.
antoniomuñozmolina.es/

sábado, 19 de mayo de 2012

Las últimas palabras escritas de Carlos Fuentes

Las últimas palabras de Fuentes

‘Federico en su balcón’ es uno de los dos libros póstumos del escritor mexicano

EL PAÍS avanza el comienzo de la novela donde salda cuentas con Nietzsche

Un mural con el rostro de Carlos Fuentes / GETTY IMAGES
Sesenta y seis. Esos son los años que estuvo atrapado Carlos Fuentes por la verdadera pasión de la literatura. Sesenta y seis años que hay entre el descubrimiento que hizo de El conde de Montecristo, a la edad de 17 años, y la escritura de sus dos últimos libros: Personas y Federico en su balcón que dejó a los 83 años, antes de morir el 15 de mayo. El primero son unas memorias sobre los personajes que conoció y el segundo una novela en la que salda cuentas con Nietzsche.
No es solo el legado póstumo de uno de los escritores e intelectuales más relevantes del mundo hispanohablante del último medio siglo. “El significado de Federico en su balcón”, explica Pilar Reyes, editora de Alfaguara que publicará la novela a finales de año, “es que Fuentes nunca pensó que fuera el último. Pero ahora cobra una gran dimensión simbólica. Resume dos aspectos: el Fuentes ciudadano y el literario e intelectual. Es una reflexión sobre el poder y la decisión moral en las pequeñas cosas de la vida. Una especie de combate entre lo público o el poder que incide en la vida de todos y las decisiones pequeñas y privados”.
La novela empieza envuelta en la luz donde se encuentran la noche y el día, una “aurora lenta y despiadada”. Lo vive Dante Loredano, trasunto de Fuentes, que ve cómo en el balcón de al lado un hombre mira la noche “con un vasto sentimiento de ausencia”. Asomado a esa calle literaria de una ciudad que afronta una revolución social contra la oligarquía del poder económico y social, Carlos Fuentes traza el círculo de su vida.

Federico en su balcón

Carlos Fuentes
A VALENTÍN FUSTER, MÉDICO.
I De la paz el arcángel divino
Federico (1)
Lo conocí por casualidad. Era una noche más que caliente, pegajosa, enojosa, inquieta. Una de esas noches que no alivian el calor del día, sino que lo aumentan. Como si el día acumulase, hora tras hora, su propia temperatura sólo para soltarla, toda junta, al morir la tarde, entregársela, como una novia plomiza y mancillada, a la larga noche.
Salí de mi cuarto sin ventilación, esperando que el balcón me acordase un mínimo de frescura. Nada. La noche externa era más oscura que la interna. A pesar de todo, me dije, estar al aire libre pasada la medianoche es, acaso psicológicamente, más amable que encontrarse encerrado sobre una cama húmeda con el espectro de mi propio sudor; una almohada arrojada al piso; muebles de invierno; tapetes ralos; paredes cubiertas de un papel risible, pues mostraba escenas de Navidad y un Santaclós muerto de risa. No había baño. Una bacinica sonriente, un aguamanil con jarrón de agua –vacío–. Toallas viejas. Un jabón con grietas arrugado por los años.
Y el balcón.
Salí decidido a recibir un aire, si no fresco, al menos distinto del horno inmóvil de la recámara.
Salí y me distraje.
Y es que en el balcón de al lado, un hombre se apoyaba en el barandal y miraba intensamente a la gran avenida, despoblada a esta hora. Lo miré, con menos intensidad que su visión nocturna. No me devolvió la mirada ¿Quién sabe? Unas espesas cejas caían sobre sus párpados. ¿Qué decía? Unos bigotes largos y tupidos ocultaban su boca. Sólo que entre ambos –cejas, bigote– aparecía una desnudez que al principio juzgué impúdica, como si el solo hecho de ser áreas limpias las hiciese tan desnudas como un par de nalgas al aire. Lo limpio de ese rostro cubierto de cejas y bigotes conducía a una idea perversa de lo lampiño como lo impuro, sólo por ser distinto de la norma, pues la abundancia de cejas y bigote parecían, en este hombre, ser la regla.
Sólo que al verlo allí, en el balcón vecino, mirando a la noche con un vasto sentimiento de ausencia, sentí que mi primera impresión, como toda primera impresión, era falsa. Aún más: yo difamaba a este hombre; lo difamaba porque me atrevía a caracterizarlo sin conocerlo. Deducía de un par de signos externos lo que el hombre interno era. Mi vecino. ¿Cómo se llamaba? ¿Cuál era su ocupación? ¿Su estado civil? ¿Casado, soltero, viudo? ¿Tenía hijos? ¿Tenía amantes? ¿Qué lengua era la suya? ¿Qué había hecho para ser memorable? ¿O se resignaba, como la mayoría de todos, al olvido? ¿Se dejaba llevar por un cómodo anonimato de la cuna a la tumba, sin ninguna pretensión de durar o ser recordado? ¿O era este ser humano, mi vecino, portador de una vida secreta, valiosa por ser secreta, no manoseable por el mundo? ¿Una vida propia vestida de anonimato pero portadora, en su seno, de algo tan precioso, que mostrarlo lo disolvería?
Pensaba en mi vecino. En realidad, pensaba en mí mismo. Si estas preguntas venían a mi ánimo, ¿se referían al pensativo y ausente vecino? ¿O eran las preguntas sobre mí mismo que me hacía a mí mismo? Y de ser así, ¿por qué ahora, sólo ahora, en la distante compañía del hombre próximo, me hacía preguntas sobre él que en verdad era una manera de cuestionarme a mí mismo?
Mis preguntas fueron sorprendidas por el amanecer. De la noche que evadí en mi recámara, salí a una aurora que duraba más en mi memoria que en mi imaginación. ¿Era más breve que mi recuerdo? ¿Era más duradera que mi imaginación? Hubiese querido comunicarle estas preguntas, que no tenían respuesta solitaria, a mi vecino. La luz se avecinaba. Precedía al día. No lo aseguraba. Tuve, por un instante, la sensación de vivir un amanecer interminable en el que ni la noche ni el día volvían a manifestarse. Sólo ocurría esta incierta hora, que yo sabía pasajera, convertida en eternidad.
La jornada se avecinaba, renovada y ajena a nosotros. Vivos o muertos, estuviésemos o no aquí, despoblada la tierra y suficiente a su retorno eterno. Nada en el mundo salvo el mundo mismo. Ignoro si la tierra dejada a su propio circular, pensaría en sí misma, sabría que era “tierra”, entendería que era parte de un sistema planetario, y si el universo mismo dudaría entre ser infinito, idea inconcebible, sin principio ni fin. Otra realidad. La realidad.
Que en este momento era yo con mi vecino el bigotón, mirando el amanecer.
El eterno amanecer. La noción me llenó de pavor. Si el día no llegaba aunque la noche hubiese terminado, ¿en qué limbo de las horas quedaríamos suspensos para siempre? Quedaríamos. Mi vecino y yo. Quise adivinar su mirada, imprevisible debajo de las tupidas cejas. ¿Cerraba los ojos, dormitaba acaso, ajeno a mi presencia aguda aunque inquisitiva? O miraba, como yo, esta aurora lenta y despiadada. Sin piedad: ajena a nuestras vidas. Desinteresada en nuestra necesidad de contar con noche y día a fin de arreglar… ¿Qué cosa? ¿Necesitamos de verdad día y noche para despertar o asearnos, desayunar, salir al trabajo, frecuentar colegas y amigos, almorzar por segunda vez, leer, mirar al mundo, tener amores físicos, cenar, dormir? La vuelta impenitente –imperturbable– de nuestras vidas, dictada por un ciclo en todo ajeno a nuestros propósitos, en todo indiferente a nuestras actividades (o falta de ellas).
¿Tendría, yo, el valor de despojarme de horarios, funciones, deseos y someterme a un amanecer sin fin que me liberase de cualquier ocupación? Quizás así sería el paraíso: una aurora interminable que nos eximiese de toda obligación. Aunque, mirando al hombre silencioso en el balcón de al lado, imaginé que así, también, sería el infierno: un amanecer jamás concluido. Liberación. O esclavitud. Vivir para siempre en el amanecer del mundo. Cautiverio. O liberación. Ser un ave que sólo vive un día. O un águila eterna que vuela sin destino buscando lo que ya no existe: el día para volar, la noche para desaparecer. Ni siquiera un meteoro, a esta hora temprana, para hacernos creer que todo, muy pronto, se moverá…
Él me miró desde su balcón. Medio metro entre el suyo y el mío.
Me miró como se puede mirar a un extraño. Descubriendo, de súbito, a un reconocido. Quiero decir que el hombre mi vecino me miró primero como a un desconocido. Enseguida, descubrió una semejanza. Sus ojos me dijeron que si no me conocía, reconocía en mí una identidad olvidada. Yo hice un esfuerzo, no demasiado penoso.
¿Dónde había visto antes a este hombre?
¿Por qué me parecía tan familiar este desconocido? ¿Tan reconocible, por lo visto, como yo a él?
¿Ya leíste la prensa? –me preguntó de repente–.
No –le conteste, un poco sorprendido por el tuteo más que por la pregunta misma–.
Aarón Azar –dijo entonces, como si recordase lo previsible–.
¿Qué…? –exclamé o pregunté, no sé…–.
¿Lo mataron? ¿Logró huir? ¿Está escondido? ¿Lo escondieron? –las preguntas de mi vecino se disparaban como balas–.
No sé… –fue mi débil excusa–.
Por lo menos, ¿sabes si Dios ha muerto? –concluyó antes de retirarse del balcón–. ¿Qué sabes?
Nada ¿Cómo te llamas?
Federico. Federico Nietzsche.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Carlos Fuentes en su libro "Diana" ¿narra su infidelidad con la actriz francesa Jean Seberg? Una de las mujeres más bellas del mundo.

Ochenta años de Carlos Fuentes

Comparte este contenido con tus amigos
Jean SebergEn cada una de estas fotografías se adivina la belleza de Jean Seberg. Afirma su condición de actriz hollywoodense, bella, tal y como Carlos Fuentes la describió. Sin embargo, sólo eso reflejan, su estatus de símbolo sexual. En ningún momento detallan su vida, sus inicios en el cine, sus tropiezos amorosos ni la razón de que el FBI intentara neutralizarla.
Nació en Iowa y falleció en París, fue encontrada en un automóvil tras once días de muerta. Se suicidó tras una vida turbulenta de fama y desprestigio provocado por el FBI debido a su apoyo a las Panteras Negras. Años después el FBI reconoció esa campaña de desprestigio y el mito de Seberg quedó sepultado.
En 1994 su historia cobró un nuevo giro inesperado pues el escritor Carlos Fuentes, en base a una relación amorosa que algunos ponen en duda, publicó Diana o la cazadora solitaria. Quizás uno de sus libros más personales y de gran contenido biográfico. El libro presenta una relación amorosa entre el escritor y la actriz, años después de su muerte en París.
La trama inicia en los últimos días de 1969. El protagonista, el cual se adivina que es el propio escritor, sale a festejar el Año Nuevo con su esposa Luisa Santiaga; Rita Macedo, primera esposa de Fuentes. A diferencia de otras obras, Fuentes examina su vida. Habla del amor, del sexo, a través de un conducto, Jean Seberg, o Diana Soren en la novela. Narra con objetividad sus propios errores, sus temores, sus defectos.
Quiero ser franco en este relato y no guardarme nada. Puedo herirme a mí mismo cuanto me guste. No tengo, en cambio, derecho de herir a nadie que no sea yo, a menos, en todo caso, de que primero me entierre yo mismo el puñal, que amorosamente, acabo compartiendo con otra. Señalo, de arranque, los temores que me asaltan. Trato de justiciar sexo con literatura y literatura con sexo. Pero el escritor —amante o autor— al cabo desaparece.
Su relación con Luisa Santiaga —Rita Macedo— es clara. Mientras no están juntos, él está con otras mujeres. Tras decepcionarse de su novia en turno regresa con su esposa, mi victoria inapelable sobre los amores pasajeros.
“Diana o la cazadora solitaria”, de Carlos FuentesCon Rita Macedo había conocido el éxito de sus primeros libros. Era una de varias parejas del boom latinoamericano que se reunían en fiestas, junto con García Márquez y Mercedes Barcha, Mario Vargas Llosa y Patricia Llosa. Por su condición de actriz de cine era la más glamorosa.
Sin embargo, desde el principio de la novela surge la incógnita. ¿Qué es verdad, que es ficción? Por supuesto, la experiencia personal del escritor se plasma en su texto. Pero en un caso como el de Fuentes, con un estilo y temas tan extensos, ¿cómo saberlo? No es un escritor que escriba de sus experiencias, en muy pocas ocasiones escribe en primera persona.
Todo esto se soluciona con Diana Soren. Su entrada en esa historia de un escritor deprimido, cansado de un año de libertinaje. Conocer a Diana provoca una nueva ruptura con Luisa.
La miré. Me miró. Luisa nos miró mirándonos. Mi esposa se acercó y me dijo a boca de jarro:
—Creo que debemos irnos.
—Pero si la fiesta aún no empieza —protesté.
—Para mí ya terminó.
—¿Por la explosión? No me pasó nada. Mira.
Le mostré mis manos tranquilas.
—Me prometiste esta noche.
—No seas egoísta. Mira quien acaba de entrar. La admiramos mucho.
—No pluralices, por favor.
—Quisiera hablar con ella un rato.
—No regreses demasiado tarde —arqueó la ceja, reflejo casi inevitable, pavloviano, genético, en una actriz mexicana.
No regresé más. Sentado al lado de Diana Soren, hablando de cine, de la vida en París, descubriendo amigos mutuos, me sentí traidor y como siempre, me dijo que si no traicionaba a la literatura, ¡no me traicionaba a mí mismo!
Así empieza la historia de amor, o enamoramiento, que sube y baja por una espiral de confesiones, gestos, sonrisas y sexo. Corre el año de 1970 y por momentos Carlos se detiene a pensar en lo que ha sucedido en esa época; cada una de las turbulencias de los años sesenta, cada uno sus eventos, cada uno de sus mártires y villanos.
Ernesto Guevara, muerto, tendido como el Cristo de Mantegna, era el cadáver más bello de la época que nos tocó. Che Guevara era el Santo Tomás Moro del Segundo (o Enésimo) Descubrimiento Europeo del Nuevo Mundo. Desde el siglo XVI, somos la Utopía donde Europa puede lavarse de sus pecados de sangre, avaricia y muerte.
Para lo del 68 enarbola una crítica contra los intelectuales, contra él mismo. Acusa ceguera y complicidad. Señala divisiones.
José Revueltas fue a la cárcel por su participación en el movimiento renovador; Martín Luis Guzmán alabó en una comida del Día de la Libertad de Prensa al presidente Gustavo Díaz Ordaz, responsable de la matanza. Octavio Paz renunció a la embajada en la India; Salvador Novo entonó una aria de agradecimiento a Díaz Ordaz y las instituciones.
Sobre él escribe con pena y rabia:
El que cedí fui yo, el traidor fui yo. No pude darle el valor que debí a la lealtad y a la paciencia de mi mujer. Regresé a México y quise compensar mi mezcla de horror político y sequedad literaria con la novedad de los amores, renunciando —quizás para siempre— a adentrarme en el amor de Luisa, volverlo exclusivo, profundizar en la mujer que en esos momentos me hubiera permitido profundizar también en la política y la literatura.
Mientras la novela avanza las disertaciones sobre política y literatura se atenúan; y la pasión y los encuentros con Diana aumentan.
Le pedí felación cuando intuí que ella quería mamar verga, que agarrarla de la nuca y acercarla a mi pene levantado como una esclava dócil era el placer que queríamos los dos. Pero también entendí cuando lo que quería ella era el cunilingüe lento y asombrado con el que mi lengua fue descubriendo el sexo invisible de Diana, avergonzándome de la obstrucción brutal de mi propia forma masculina, güevona, evidente como una manguera abandonada en un jardín de pasto rubio; en ella, en Diana, el sexo era un lujo escondido, detrás del vello, entre los repliegues que mi lengua exploraba hasta llegar al palpito mínimo, nervioso, azogado y azorado de su clítoris de mercurio puro.
En ese tono y estilo prosigue la historia, pero con Diana Soren como única protagonista, la historia de su relación, su personalidad. Una disección y homenaje a esa mujer y cada hecho que marcó su vida. Eso es el libro: una forma de resarcir a esa actriz hollywoodense, caída y destruida por su tiempo: Jean Seberg. Es un complejo altar literario al amor, a la literatura, a una época que ya pasó.

domingo, 6 de mayo de 2012

Para Manara el principal órgano sexual es el cerebro

Lo más difícil de dibujar en una mujer desnuda es la mirada”

El veterano artista del tebeo Milo Manara visita el Salón del Cómic de Barcelona

Una ilustración del dibujante italiano Milo Manara.
Es el dibujante que nos ha regalado algunas de las imágenes más eróticas, estimulantes y hermosas de la historia del cómic. Sus mujeres traviesamente impúdicas, de una belleza perturbadora y una arrebatadora sensualidad, acostumbran a ser las grandes protagonistas de unas viñetas que se caracterizan por un magistral cuidado del detalle, incluso del detalle íntimo. En contraste con su maestría para plasmar el cuerpo femenino dice que le cuesta en cambio dibujar muebles: qué cosa. El italiano Milo Manara (Luson, Bolzano, 1945), uno de los grandes nombres de la historieta, con el que han colaborado Fellini, Hugo Pratt o Jodorowsky, es uno de los invitados del Salón del Cómic de Barcelona, en cuyo marco la editorial Norma ha presentado la integral en castellano de una de las últimas obras del dibujante, la espléndida serie de los Borgia, cuyo último título, el cuarto, Todo es vanidad, apareció el año pasado.
“Los Borgia fue una propuesta de Jodorowsky, aunque por supuesto la familia me interesa mucho: con ellos nació la modernidad”, explica el dibujante. “De hecho, hay mucha afinidad entre los Borgia y la política actual; ellos ya entendían la política como independiente de la moral, esa idea comienza con ellos, como nace un modo de gestionar el poder”. Le pregunto si está hablando de Berlusconi. “Claro, pero también de tantos otros, como Bush o Strauss Kahn". “En la serie de los Borgia está además mi fascinación por el Renacimiento italiano; Jodorowsky quiso meter incluso a Botticelli que es uno de mis mitos personales”. Afirma Manara que el autor de El nacimiento de Venus le ha marcado por muchos motivos, entre ellos por su forma de mostrar a la mujer. “Y por su forma de entenderla como único camino de salvación, de rescate de la humanidad”. Dice el autor de El click que para él es una sorpresa que se le considere un referente del erotismo. “Me limito a hacer historias que me interesan a mí, que son divertidas para mí. Que otros coincidan en encontrarlas interesantes y divertidas ha sido una suerte”.
De su interés por el erotismo recalca zumbón: “No soy el único”. “He buscado que el erotismo, que está tan presente en la vida, lo estuviera también en un tanto por ciento similar en el cómic”. Opina que en un mundo en el que todo se muestra y en el que el sexo se reduce a lo físico, el cómic tiene un lugar diferencial preciso porque el dibujo se dirige al cerebro y a la fantasía. “En realidad el principal órgano sexual es el cerebro”. Para Manara, hay algo asombroso en el erotismo del dibujo y que requiere una gran complicidad. “Me maravilla cómo un trazo, un signo, deviene un cuerpo igual que otro se convierte en un árbol. Es algo muy intelectual, es necesario emplear a fondo la imaginación para descifrarlo”. Y añade con un guiño: “La Viagra no basta para una vida sexual interesante”. Puestos en intimidades le pregunto qué es lo más difícil de dibujar de una mujer desnuda. “Es la mirada. Y es también lo más importante. Allí está toda la intención. Incluso cuando dibujo a una mujer de espaldas, le hago realizar una torsión para que se le vea el rostro”. ¿Hay algo adolescente en esa obsesión por la mujer como icono erótico, una curiosidad? “Ya no es curiosidad”, suspira con humor Manara. “Es admiración. Pero tiene la misma emoción”. Le sugiero maliciosamente que las mujeres de carne y hueso a veces no están a la altura de sus dibujos. “Creo exactamente lo contrario: no llego jamás a dar todo el misterio, la esencia de la mujer, falta el calor, por ejemplo, y el perfume”.
El nuevo proyecto de Manara es una historieta sobre Caravaggio, del que sostiene que no era homosexual en absoluto. Las primeras páginas que ha dibujado transcurren de día pero la obra va a tener un fuerte componente nocturno y de claroscuro, como la vida del propio Caravaggio.
A Manara le es difícil decir de cuál de sus obras está más orgulloso. Para mi entusiasmo se decanta al fin por Verano indio, mi álbum favorito: “Lo siento muy próximo”. ¿Por el enfrentamiento entre el puritanismo de los colonos y el erotismo de la naturaleza y los indios? “Sí, pero también porque me apliqué muchísimo y porqué la historia de Hugo Pratt era bellísima. Las cuatro primeras páginas iban a ser mudas pero lo alargué hasta ¡once! Tan hermoso… y se entendía sin una palabra”. Es un poco el mundo de Fort Wheeling de Pratt y de El último mohicano. “Sí, pero anterior, más prístino, un siglo antes, aún había un descubrimiento y una fascinación por los indios, que luego, durante la guerra con los franceses, se convirtieron en seres mucho más cercanos”. Pratt, dice, “estaba muy interesado en la relación, el encuentro entre diferentes civilizaciones; eso está en El gaucho que hicimos juntos, y también, de alguna manera, en Corto Maltés. Teníamos un tercer proyecto entre manos, la historia de un prisionero celta de los romanos que se convertía en gladiador, antes del Gladiator de Scott.
Hablando de maestros desaparecidos comento que Blueberry ha quedado huérfano. “No solo él, sino tantos otros, Arzak , el mayor Grubert…”. ¿Se siente el propio Manara huérfano tras la muerte de Jean Giraud, Moebius? “Lo echo mucho en falta. Nos quedan sus obras. Siempre tengo un libro suyo abierto en la mesa de trabajo. Cuando acabo un dibujo, lo pongo entre sus páginas para ver si estoy a su altura, si mi dibujo tiene el mismo nivel, la misma dignidad”.

martes, 1 de mayo de 2012

Qué bueno que en una feria del libro tan importante en Argentina traten el tema de la difusión de autores latinoamericanos.

Puentes literarios latinoamericanos

La Feria del LIbro de Buenos Aires espera más de un millón de visitantes

La falta de difusión de autores latinoamericanos dentro del continente es uno de los temas

Marcelo Cohen, Tomás González, Claudia Piñeiro y Alejandro Zambra analizan el panorama


El escritor colombiano Tomás González.
Vale, no hay un nuevo Gabriel García Márquez en Latinoamérica. Ni "rayuelas", ni "conversaciones en la catedral". No hay millones de personas en el mundo esperando a que salga el último libro de la porteña Claudia Piñeiro, o de su compatriota Marcelo Cohen, premio de la Crítica en Argentina por su novela Balada. La gente no abarrota las salas donde habla la mexicana Guadalupe Nettel, ni se detiene el tráfico cuando cruza un semáforo con su mochila al hombro el chileno Alejandro Zambra o el colombiano Tomás González. Y sin embargo, a todos ellos les va bien dentro y, a veces, fuera de sus países. La Feria del Libro de Buenos Aires también goza de excelente salud: desde el 19 de abril y hasta el 7 de mayo se espera la asistencia de 1.250.000 personas que pagarán el equivalente a 4,5 euros por entrar en un recinto casi tan grande como cinco campos de fútbol lleno de libros. Los cinco novelistas se dieron cita el viernes en la Feria para hablar ante una audiencia de unas 200 personas no sobre sus propios libros, sino de sus experiencias como lectores. Muy pronto surgió la cuestión de España: ¿Por qué se depende tanto de las editoriales españolas para encontrar a los buenos autores de Latinoamérica? ¿Por qué siguen llegando los libros de otros idiomas traducidos al español de España?
Marcelo Cohen, que vivió 20 años en España, dejó claro que no quiere lamentos. “Ya viví la queja de los españoles que se quejaban de las traducciones hispanoamericanas durante los años de la dictadura cuando eran las que les habían salvado la vida, porque a través de ellas conocieron autores que de otra forma habría sido imposible. Y vivo ahora la indignación cada vez mayor de los lectores latinoamericanos que se quejan de que los libros llegan traducidos con el español de España. ¿Y a qué quieren que los traduzcan? Es un problema de la economía global. España se benefició de unas condiciones en la Unión Europea que le permitió desarrollar una industria editorial con la que invadió Latinoamérica con libros muy bien editados. Y mientras, aquí se derrumbaban las editoriales. Pero ahora hay una cantidad enorme de editores independientes que están haciendo algo que no se hacía desde hace mucho tiempo: elegir qué libros queremos leer y traducir. Es lamentable que los caminos para llegar a autores importantes sean tortuosos, pero hay muchos más caminos y autores que hace 10 ó 15 años.
Claudia Piñeiro, autora de Las viudas de los jueves, confesó que ella llegaba a los nuevos autores del continente a través de las antologías, por las recomendaciones de algunos colegas en las ferias internacionales y por las redes sociales. “Hoy no hay nada que provoque una bomba de estruendo, menos un autor latinoamericano. El acceso va por otras vías, por la curiosidad, por el azar. Por eso creo que tenemos una función fundamental que es derramar lo que leemos como forma de hacer circular la literatura”, señaló. Piñeiro contó que en alguna ocasión oyó hablar del colombiano Tomás González y preguntó por él a dos escritores colombianos. “Es el mejor de todos nosotros”, le dijeron. Y sin embargo, era casi desconocido en Argentina. Y en España.
El chileno Alejandro http://cort.as/1wcE Zambra (Bonsái, Formas de volver a casa) dijo sentirse sorprendido de que en Buenos Aires y en México DF hubiera que dar tantos pasos para conseguir llegar a ciertos autores. “Me conmueve ese tipo de búsqueda, que es como andar buscando droga. Y sobre todo, que eso ocurra aquí en Buenos Aires, que para los chilenos es una referencia obligada en cuestión de libros. Si sale en Argentina, el libro existe”. La mexicana Guadalupe Nettel (El huésped) confía en que buena parte de esos problemas se solucionen con el libro electrónico. “Gracias a él vamos a poder centrarnos en lo que verdaderamente nos importa, que es el texto”.
Un asistente a la charla preguntó qué lectura memorable recomendarían de sus respectivos países. Tomás González (La luz difícil+ http://cort.as/1wc6 ) se inclinó por La Vorágine de José Eustasio Rivera, una narración “en la vena de la selva”, muy asentada en la tradición latinoamericana. Guadalupe Nettel escogió El libro vacío, de Josefina Vicens y Los ingrávidos, de Valeria Luiselli. Marcelo Cohen optó, entre muchos otros, por Jorge Luis Borges y también por el Adán Buenosayres, de +Leopoldo Marechal+. Alejandro Zambra apuntó a Gonzalo Millán y Enrique Lihn. Y Claudia Piñeiro sugirió adentrarse en Zama y los Cuentos Claros, de Antonio di Benedetto.