Oficio de contar
"Estamos tan hechos para contar historias que en cuanto nos dormimos lo primero que hacemos es empezar a segregarlas"
Contar historias y escucharlas no es un lujo intelectual al que se
entreguen unas cuantas personas con poco sentido práctico: es una
fatalidad genética de la especie. Desde que empieza a tener un cierto
dominio del idioma un niño no para de preguntar y de inventar y de
exigir que le cuenten y de marearle la cabeza con relatos a quien ande
cerca. Queremos algunas veces que nos digan la verdad y otras que nos
mientan, y con el mismo empeño miramos a alguien a los ojos y le
contamos lo que hemos guardado en secreto durante mucho tiempo, y
también miramos con fijeza o apartamos ligeramente la mirada para
improvisar una mentira. Contamos con palabras y contamos por señas
cuando las palabras nos faltan o cuando creemos que ocultamos algo y
nuestros gestos o nuestra entonación nos traicionan. Miramos por
casualidad una película o una serie de televisión y aunque no tengamos
ningún interés si tardamos unos segundos más en pulsar el mando a
distancia ya nos quedamos atrapados por una historia, no porque sea
buena o mala, sino porque es una historia, porque nos propone una
intriga y nos tienta con el cebo infalible de una solución. Contamos en
voz alta y contamos por escrito, y algunos cuentan dibujando imágenes o
tomando fotos o haciendo películas, o más primitivamente aún, más
despojadamente, arañando un nombre en un tronco de un árbol, en el muro
de un templo egipcio, en la pared de una celda, imprimiendo una mano
abierta en la arcilla húmeda de una cueva paleolítica o en una de esas
losas de cemento de las que están hechas las aceras de Nueva York.
Para que no quedara constancia escrita de los poemas que podían mandarlo a prisión Osip Mandelstam los componía enteros en su cabeza y se los recitaba a su mujer para que ella los aprendiera de memoria. La métrica y la rima facilitan una escritura solo mental. Cuando se iba quedando ciego Borges compuso poemas mucho más medidos y rimados que los de su juventud. En vez de aquellas hojas rayadas de cuaderno escolar en las que escribía con una letra de una pequeñez inverosímil, con una pulcritud de ejercicio caligráfico y de miniatura, Borges ensayaba versos en voz alta y medía las sílabas golpeando suavemente con las yemas de sus dedos blancos de ciego. A Emil Nolde, que se sentía tan cercano a los nazis y sin embargo fue incluido por ellos en la etiqueta infamante del arte degenerado, le prohibieron exponer, y también comprar lienzos, pinceles y óleos: lo que hizo fue pintar acuarelas en láminas de cartulina del tamaño de postales, y la pobreza de medios y la limitación del espacio agregaron una fuerza más concentrada a sus visiones sombrías de horizontes marinos y playas abandonadas. Matisse hizo sus prodigiosos collages cuando la penuria de los años de la ocupación lo dejó sin otros materiales.
Estamos tan hechos para contar historias que en cuanto nos dormimos
lo primero que hacemos es empezar a segregarlas. El yo no es una figura
sólida y estable sino un relato en marcha que la mente está contándose
siempre a sí misma, una tentativa permanente por otorgar coherencia y
continuidad al laberinto simultáneo de las operaciones cerebrales y a la
multiplicación alucinante de los estímulos de los sentidos. El juego
infantil del cuéntame un cuento recuento que nunca se acabe con pan y
pimiento es la traslación poética y rítmica de esa narración incesante.
En un solo vagón de metro, entre las conversaciones de la gente y las
divagaciones de los solitarios de mirada perdida y las historias de los
que se sumergen en un libro, hay más novelas posibles que en toda una
biblioteca.
Los sordos hablan tumultuosamente con las manos. Las historias que no les llegan por los ojos los ciegos las urden con el tacto, el olfato, el oído. El que ha perdido el uso del habla por un accidente o un ataque lo recupera poco a poco, palabra por palabra, como el que aprende a caminar de nuevo, con el mismo empeño sin desánimo.
No callamos ni debajo del agua. No callaríamos ni bajo la tierra. Al cineasta iraní Jafar Panahi lo condenaron en 2009 a seis años de cárcel,
a no dirigir películas y a no salir del país durante veinte años. Con
la condena en suspenso lo forzaron a quedarse encerrado en su casa, con
la amenaza constante de volver a prisión. Cuando lo condenaron, Panahi
acababa de someter a la censura un guión sobre la vida de una chica que
quiere ir a la universidad a estudiar arte, pero a la que sus padres
encierran porque son muy religiosos y les ofenden esas aspiraciones. El
permiso de rodaje fue negado. Jafar Panahi no iba a hacer esa película
ni ninguna otra. Tenía prohibido salir de su casa. Tenía que quedarse
aguardando las noticias probablemente fatídicas que le traerían los
abogados.
Entonces decidió hacer una película sobre su mismo encierro, sobre la mordaza que le impedía salir de casa y del país y hacer películas. Sobre la mesa del desayuno puso una cámara digital. Se filmó a sí mismo desayunando y mirando por el balcón hacia la calle que no podía pisar y hablando por teléfono con la abogada que lo mantenía al tanto de sus negras perspectivas penales. Vino a verlo otro amigo cineasta, Mojtaba Mirtahmasb, y le pidió que fuera él quien manejara la cámara. También filmó con la cámara de su iPhone. Filmó a una iguana que anda por su casa con lentitudes de criatura prehistórica y al portero que llama a la puerta para recoger la basura, y a una vecina que quiere dejarle un rato su perro mientras ella sale. Como no podía hacer su película leyó el guión delante de la cámara, se lo contó a su amigo, puso cintas adhesivas en el salón de su casa para delimitar los espacios de las habitaciones en las que vivía encerrada la protagonista de su historia. Describe lo que se vería en cada uno de los planos que no puede rodar: una ventana que da a un callejón, una mujer anciana que se acerca caminando despacio, un hombre joven que la ayuda y que parece que está enamorado de la chica encerrada, pero que tal vez es un agente de la policía secreta… En un momento dado el cineasta deja caer el guión sobre sus rodillas y hace un gesto de capitulación. Entre decir una película y hacerla hay un abismo irreparable.
En las ventanas va atardeciendo, anochece. El amigo se va y la cámara que manejaba queda en marcha sobre la mesa de la cocina. De la calle vienen los ruidos del tráfico y los de los fuegos artificiales de una fiesta de fin de año. Lo que estamos viendo se titula Esto no es una película: no es una broma intelectual, sino un hecho. La última imagen es la calle a oscuras que el cineasta no puede atreverse a pisar. No hay música, casi no hay créditos. El material filmado salió de contrabando de Irán. Proscrito, encerrado, silenciado, de un modo o de otro Jafar Panahi seguirá dedicado al oficio y al vicio de contar.
Para que no quedara constancia escrita de los poemas que podían mandarlo a prisión Osip Mandelstam los componía enteros en su cabeza y se los recitaba a su mujer para que ella los aprendiera de memoria. La métrica y la rima facilitan una escritura solo mental. Cuando se iba quedando ciego Borges compuso poemas mucho más medidos y rimados que los de su juventud. En vez de aquellas hojas rayadas de cuaderno escolar en las que escribía con una letra de una pequeñez inverosímil, con una pulcritud de ejercicio caligráfico y de miniatura, Borges ensayaba versos en voz alta y medía las sílabas golpeando suavemente con las yemas de sus dedos blancos de ciego. A Emil Nolde, que se sentía tan cercano a los nazis y sin embargo fue incluido por ellos en la etiqueta infamante del arte degenerado, le prohibieron exponer, y también comprar lienzos, pinceles y óleos: lo que hizo fue pintar acuarelas en láminas de cartulina del tamaño de postales, y la pobreza de medios y la limitación del espacio agregaron una fuerza más concentrada a sus visiones sombrías de horizontes marinos y playas abandonadas. Matisse hizo sus prodigiosos collages cuando la penuria de los años de la ocupación lo dejó sin otros materiales.
Jafar Panahi decidió hacer una película sobre su
mismo encierro, sobre la mordaza que le impedía salir de casa y del
país y hacer películas
Los sordos hablan tumultuosamente con las manos. Las historias que no les llegan por los ojos los ciegos las urden con el tacto, el olfato, el oído. El que ha perdido el uso del habla por un accidente o un ataque lo recupera poco a poco, palabra por palabra, como el que aprende a caminar de nuevo, con el mismo empeño sin desánimo.
En un momento dado deja caer el guión sobre sus
rodillas y hace un gesto de capitulación. Entre decir una película y
hacerla hay un abismo irreparable
Entonces decidió hacer una película sobre su mismo encierro, sobre la mordaza que le impedía salir de casa y del país y hacer películas. Sobre la mesa del desayuno puso una cámara digital. Se filmó a sí mismo desayunando y mirando por el balcón hacia la calle que no podía pisar y hablando por teléfono con la abogada que lo mantenía al tanto de sus negras perspectivas penales. Vino a verlo otro amigo cineasta, Mojtaba Mirtahmasb, y le pidió que fuera él quien manejara la cámara. También filmó con la cámara de su iPhone. Filmó a una iguana que anda por su casa con lentitudes de criatura prehistórica y al portero que llama a la puerta para recoger la basura, y a una vecina que quiere dejarle un rato su perro mientras ella sale. Como no podía hacer su película leyó el guión delante de la cámara, se lo contó a su amigo, puso cintas adhesivas en el salón de su casa para delimitar los espacios de las habitaciones en las que vivía encerrada la protagonista de su historia. Describe lo que se vería en cada uno de los planos que no puede rodar: una ventana que da a un callejón, una mujer anciana que se acerca caminando despacio, un hombre joven que la ayuda y que parece que está enamorado de la chica encerrada, pero que tal vez es un agente de la policía secreta… En un momento dado el cineasta deja caer el guión sobre sus rodillas y hace un gesto de capitulación. Entre decir una película y hacerla hay un abismo irreparable.
En las ventanas va atardeciendo, anochece. El amigo se va y la cámara que manejaba queda en marcha sobre la mesa de la cocina. De la calle vienen los ruidos del tráfico y los de los fuegos artificiales de una fiesta de fin de año. Lo que estamos viendo se titula Esto no es una película: no es una broma intelectual, sino un hecho. La última imagen es la calle a oscuras que el cineasta no puede atreverse a pisar. No hay música, casi no hay créditos. El material filmado salió de contrabando de Irán. Proscrito, encerrado, silenciado, de un modo o de otro Jafar Panahi seguirá dedicado al oficio y al vicio de contar.
Esto no es una película (2010), de Jafar Panahi y Mojtaba Mirtahmasb, se estrenará en España el 30 de marzo. http://www.thisisnotafilm.net.
antoniomuñozmolina.es
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