domingo, 1 de junio de 2014

Diario de un feraz, en fin de semana; 3 de mayo de 2014. Sábado.

Madre Ttor (Diario de un feraz, en fin de semana) 3 de mayo de 2014. Sábado. Son las diez de la mañana y Alicia Perassi se baña. Escucho desde la cama el caer del agua al piso, como una lluvia constante, fuerte, que a ratos se silencia cuando cae de lleno sobre su espalda inclinada, la veo a través de la puerta de plástico transparente, miro su silueta bien dibujada de mujer, sus movimientos con cierta violencia al tallarse los pies, las piernas, los brazos, el cuello, la cara, etcétera. Cesa el caer del agua y el silencio se presenta furtivo, sin saber de dónde viene y que a escondidas trae el canto de un ave. Me siento en la cama y tiro unas hojas, las levanto y leo un poema: “A la pálida luz de lámparas murientes,/ sobre blandos cojines impregnados de olor,/ Hipólita soñaba con caricias ardientes/ que el velo descorrían de su joven candor./ Buscaba, ahora, turbada en su sensual pereza,/ el purísimo cielo de su infancia lejana,/ lo mismo que un viajero que vuelve la cabeza/ hacia el bello horizonte que cruzó una mañana./ Y las lágrimas lentas de sus ojos velados,/ su herida languidez de indefensa criatura/ y sus desnudos brazos cayendo abandonados,/ todo servía para realzar su hermosura./” Alicia me saluda con un ¡hola!, que muestra sorpresa, ojea disimuladamente alrededor de la cama y se detiene en mis manos que sostienen las hojas, se acerca a mí de una forma graciosa, como si caminara sobre sus dedos de sus pies. Me quita las hojas, las hojea y lee, añadiendo palabras que no están en el poema: “Extendido a sus pies, cauteloso y avieso,/ --me señala a la cara, mientras en sus labios aparece la palabra tú, Luis-- la acechaba con sus ojos ardientes,/ a manera del tigre que vigila a su presa/ tras de haberla marcado primero con los dientes.” Ahora escucha: “Mis besos son ligeros cual los de las estrellas/ que acarician de noche el lago transparente,/ pero los de un amante –me señala de nuevo a la cara—cavarían sus huellas/ como en tierra el arado tras la lluvia reciente.” Y de nuevo lee: “¡Mírame, que al mirarme me das todos los cielos./ Una sola mirada sin temores y sin/ enojo, y ante ti descorreré los velos/ de placeres secretos en un sueño sin fin!” La miro y ella con sus dedos de la mano derecha, que los mueve de arriba abajo, me dice adiós. Sale por la puerta de la recámara. Me dejo caer en la cama y recuerdo cómo la conocí: Una tarde en el museo Rufino Tamayo, mientras veíamos unos cuadros, ella para “inspirarse”, para escribir su poesía –eso dijo— y yo simplemente de visita. Recuerdo muy bien lo que pasó: la pisé y ella gritó muy fuerte “¡eres un idiota!”, después al salir del museo me la encontré de nuevo. Llovía torrencialmente y le ofrecí mi chamarra para que se cubriera la espalda, como una forma de disculpa por el pisotón, sonrió y con una de sus manos me indicó que la siguiera, corrimos hasta su auto, para después llegar a un café y esperar a que dejara de llover. Al terminar de desayunar salimos a caminar por el centro de Tepoztlán, comimos en un restaurante vegetariano. La tarde es agradable, fresca, estamos cerca del Cerro del Tepozteco, me toma con su mano, igual que aquella tarde --me aprieta el antebrazo-- cuando dejó de llover y salimos del café, y este incidente me hizo recordar y le hice rememorar, entre risas, el incidente del museo, donde nos conocimos. Ahora es la una de la madrugada, ya es domingo (cuatro de mayo), yo leo una revista y ella escribe en su biblioteca. Se me nublan los ojos, empiezo a quedarme dormido.

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